La Asamblea General de la Organización de Estados Americanos - OEA se reunió en Lima y, como se esperaba, fue un acontecimiento inadvertido. No es secreto para nadie la profunda crisis del sistema hemisférico que aún está bajo la conducción de OEA. Su decrepitud se evidencia actualmente en la manera como trata el caso de Honduras. En efecto, siempre fue debatible la eficacia de los mandatos que emanan desde esta instancia, más aún cuando debió cumplir los roles protagónicos que le asignaba, en el papel, el diseño multilateral que se impulsó desde Washington para todo el continente, sobre la base del ALCA y la consolidación de la democracia electoral.
En tanto el ALCA pasó a mejor vida –dejando espacio para la formulación de los TLC– y las democracias continentales empezaron a multiplicar alternativas distantes de la óptica norteamericana, la preocupación ha empezado a centrarse, desde hace algunos años, en cómo instalar en el hemisferio, con lo poco que se tiene y la credibilidad cuesta abajo, algunos sentidos generales en el ámbito de la defensa y la seguridad. Por ello, la declaración final del referido evento, tuvo como eje estos asuntos.
En esa línea, debe traerse a colación la dirección que adquirió la política hemisférica cuando debió reorientar sus mecanismos de defensa y seguridad, en tanto la definición de campos que había propiciado la Guerra Fría, dejó de existir. A partir de ese momento, bajo el criterio de que «las democracias no se hacen la guerra» y al considerar que había desaparecido la amenaza mayor –«el comunismo internacional»– se asumió que podía liberarse recursos que se habían destinado a defensa y seguridad para aplicarlos a las tareas del desarrollo, dejando provisiones para prevenir y eventualmente enfrentar amenazas tales como el narcotráfico y el crimen organizado, entre otros.
Estas tendencias cambiaron radicalmente, como se recuerda, luego de setiembre del 2001. La vaga definición de «terrorismo» que el entonces presidente Bush dio como argumento para definir al «nuevo enemigo», orientó los sentidos de la seguridad hemisférica, lo que se plasmaría desde Bridgetown, en junio del 2002, hacia adelante. Pero, habría que agregar que estos cambios empezaron a delinearse cuando en el contexto latinoamericano operaban variaciones sustanciales. Los cada vez más evidentes límites mostrados por el modelo que se auspiciaba desde Washington, dieron como resultado la instalación de gobiernos que intentan presentarse como alternativas ante la ausencia de resultados sociales, políticos y económicos del esquema imperante.
Una consecuencia de esta nueva realidad, empezó a plantear la posibilidad de nuevas formas de integración, que permitieran marcos más auspiciosos para hacer frente a la globalización. De esta manera, en la medida que las experiencias subregionales –como la CAN y MERCOSUR– manifestaron sus debilidades, emergió la posibilidad de integraciones más amplias. Así, empieza a plasmarse UNASUR, cuya novedad más importante radica en ser el primer intento al respecto, sin considerar a los Estados Unidos.
Dadas las cosas de esta manera, la denominada Declaración de Lima vuelve a mostrar los problemas de siempre; es decir, la manifestación de voluntades que son acompañadas de escasos instrumentos para plasmarlas en realidades. Más aún, si bien en los considerandos se estima que la seguridad es un componente importante para el desarrollo, en la parte resolutiva no puede identificarse siquiera un punto que formule la manera cómo ambas dimensiones pudieran integrarse.
De alguna forma, da la impresión de que la OEA no toma en cuenta sus dificultades estructurales y asume que el escenario actual sólo es pasible de algunos ajustes, cuando en realidad no es así. Son muchos los países que declaran abiertamente su desafecto hacia ella, otros comunican a través de sus acciones la poca expectativa que les genera e, incluso, hay países miembros a los que simplemente no les interesa mucho la promoción de la multilateralidad. En esa línea, no deja de ser loable el llamado para controlar armamentos, limitar las armas convencionales y evitar la proliferación de armas de destrucción en masa, en tanto estas acciones «permitirían dedicar un mayor número de recursos al desarrollo económico y social». Sin embargo, hay una frontera entre el deseo y la realidad. La OEA sabe bastante bien de esto y, por tanto, lo interesante será ver cómo lo declarativo se va a expresar en un Plan de Acción que, de otro lado, no repita el pobre resultado de otros por el estilo. La dificultad mayor reside en que una afirmación en ese sentido reafirma la premisa de que la defensa y la seguridad están reñidas con el desarrollo, cuando debieran ser componentes fundamentales de este último.
El documento reafirma esa preocupante tendencia que busca diluir los ámbitos de la seguridad interior, seguridad exterior y seguridad ciudadana, para compactarlos en un gran paquete, lo cual reafirma la militarización del Estado. Un ejemplo de esto es la desconcertante inclusión de la corrupción como «amenaza», no tanto por que no lo sea, y cómo, sino porque está en el mismo plano que el terrorismo, narcotráfico y otros, lo que conduciría a suponer que no está vinculada a la reforma profunda del aparato estatal y el establecimiento de equilibrios entre poder económico y político, sino circunscrita al sector Defensa.
En suma, la Declaración de Lima pareciera ser más de lo mismo, en escenarios cada vez más difíciles: la voluntad de hacer las cosas bien (desde la perspectiva estadounidense) y la nula capacidad de llevarlas a cabo. La decaída legitimidad de OEA potencia esta sensación.
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