La sentencia a Fujimori sin duda bosqueja el campo de pugna que permitirá ubicar a los actores políticos de cara a la contienda electoral del 2011. Los argumentos expuestos por los jueces son elementos valiosísimos –como lo es también el Informe Final de la CVR–, para establecer «indicadores» respecto a cuánto valora cada aspirante asuntos tan cruciales como el respeto a los derechos humanos, la generación de institucionalidad y la calidad democrática. En suma, una colisión entre la reconstrucción de memorias colectivas y los intentos de imponer olvidos.
Por otro lado, la referida sentencia evidencia que la arena política es bastante más amplia de lo que podría suponerse e involucra ámbitos que, en teoría, deberían estar al margen de esta dinámica. La brillantez de la sustentación indica que en el Poder Judicial se cuecen más que habas. Hay quienes están dispuestos a luchar con energía para provocar cambios sustantivos que les procuren la credibilidad perdida, pero también, quienes consideran que lo mejor es profundizar las distorsiones que inocularon en el aparato de justicia las reformas fujimoristas de los 90, con su secuela de corrupción, prevaricatos, festinaciones y privatización de la función.
Era de esperarse que los partidarios –confesos o embozados– del fujimorismo, utilicen el desenlace del juicio como plataforma política. Ante este uso, y en el advenimiento de los procesos por corrupción que ha de enfrentar el ex presidente, cabe recordar que el fujimorismo expresa, también, la defensa irrestricta de la política económica vigente, aunada a una complaciente aceptación de la enorme corrupción que genera, así como la incapacidad y ninguna voluntad para distribuir equitativamente los beneficios del crecimiento. Un crecimiento que, dicho sea de paso, ya empieza a desacelerarse y cuyos mecanismos para contener sus efectos –el llamado Plan Anticrisis– parecen ser un instrumento para guarecer de la mejor manera a los que se beneficiaron de las vacas gordas –léase, los grandes empresarios– dejando a la suerte divina a los que esperaron infructuosamente estos años el cumplimiento de la promesa del «chorreo».
Así trazada la cancha, deberíamos estar a punto de presenciar un intenso intercambio entre «derecha» e «izquierda» en el país, de no ser por el hecho que entablar este debate requiere actores que porten los discursos, lo hagan suyos y busquen legitimarlos. Hasta donde llega la luz, el «lado izquierdo» de nuestro espectro político está vacío y el «lado derecho» es cubierto por «partidos» que ya la verdad se reducen a la visión-misión muy particular de algunos grupos económicos. Para agregar más incomprensión aún, no tendremos «derecha» ni «izquierda» pero ya se empieza a hablar de un inexistente «centro», el fiel de una balanza ante extremos inexistentes. Lo real maravilloso.
En medio de esta ficción-real, ha irrumpido algo real-real, siniestro. La emboscada en el VRAE, que arrojó como saldo el asesinato de catorce soldados y un capitán del Ejército Peruano, ha motivado varias lecturas. Preocupados tan sólo en lanzar los mastines contra los defensores de los derechos humanos, los jefes militares han manifestado su indignación, con razón, por la paupérrima situación en la que se ha sumido a la fuerza armada, minimizando la atención sobre la composición y las condiciones en las que operaban las patrullas militares que en teoría «ejercen control» en el VRAE. En lo primero, son seguidos por parte de los dirigentes políticos del país, en lo segundo, ninguno de ellos atina a alguna respuesta. Los reclamos no toman en cuenta la situación de los soldados. Particularmente grave cuando se ha comprobado que entre los caídos figura un menor de edad, algo que contradice flagrantemente lo normado y el sentido común sobre los usos de la guerra contra el terrorismo.
Por otro lado, la tragedia abre nuevamente las interrogantes sobre la pertinencia de la intervención estatal en estos territorios. Si el problema fundamental es el narcotráfico, ¿por qué se implementa una estrategia contrasubversiva? Si los planes VRAE son tipificados como planes de desarrollo, ¿por qué están conducidos por el sector Defensa? En esa línea, ¿cuál es el concepto de desarrollo que se implementa, qué se tiene como objetivos y cuáles son los plazos?
Los que trabajamos durante décadas en la promoción del desarrollo, consideramos tener el perfecto derecho de preguntar a nuestros gobernantes cuál es el objetivo de desarrollo que se persigue criminalizando a los productores de hoja de coca y, por ende, impidiendo de saque la formulación de canales institucionales para consensuar soluciones con la población afectada. El problema principal en el VRAE es el narcotráfico. El control que este tiene de la zona –y la conversión de remanentes senderistas en su ejército particular– disputado al poder militar y no al civil, da una medida de su avance en la sociedad, en la esfera política y en las economías locales.
No hay intención alguna de responder a lo fundamental del problema por los caminos que han empezado a transitar los que añoran los años 90. En su lugar, vamos a encontrarnos con «fujimoris» y «montesinos» renovados y puestos al día. Esto producirá espacios para la consolidación del sistema político informal. No ya el de los «independientes» si no el del vacío público, reducidas las instituciones a «dar conformidad» de las decisiones que se toman en los espacios ocultos de nuestra frágil democracia, donde la ausencia de reglas permite el cruce de actividades ilícitas, opciones violentas y hegemonía de la corrupción. Y esa es precisamente, la herencia del fujimorismo.
desco Opina / 17 de abril 2009
Descargar AQUI
No hay comentarios:
Publicar un comentario