Hubo una vez en la que los
gobiernos regionales fueron involucrados en un problema irresuelto de larga
data, al otorgárseles la responsabilidad directa de conducir el proceso de
formalización de la pequeña minería y minería artesanal en Perú. La ley 27651
del 2002, reconoció la existencia de la pequeña minería y minería artesanal y les
delegó la tarea de acompañar y supervisar la formalización, mediante
autorizaciones y asistencia técnica.
Como suele suceder en
nuestro país, la inexistente eficacia del armatoste normativo con el agregado
de una gestión regional cercana a ningún resultado, condujo a un “proceso extraordinario
de formalización”
(2012–2016) en el que,
nuevamente, la falta de recursos técnicos y financieros en las regiones y las
crecientes presiones políticas y sociales (muchos gobiernos regionales estaban
cerca de los gremios mineros y cedían a sus demandas), se tradujo en avances
muy limitados, por decirlo de alguna manera, porque la mayoría de los mineros
inscritos no logró culminar el proceso.
En
el 2017 se crea el REINFO (Registro Integral de Formalización Minera), para
“superar el impase”, centralizando el proceso en el Ministerio de Energía y
Minas (MINEM). Se buscaba que los mineros artesanales cumplieran requisitos
técnicos, ambientales y tributarios, intentando diferenciar la minería informal
en proceso de regularización de la minería ilegal, permitiendo a los primeros
continuar operando mientras cumplían las etapas del trámite. Sin embargo, la
mayoría no logró completar el proceso por su complejidad y costos.
Desde
este momento lo que se escenifica alrededor del REINFO, fue simplemente una
farsa. Nació como una medida transitoria con el Decreto Legislativo 1293
durante el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski; se da una primera prórroga
(2018–2019), que ampliaba el plazo inicial para permitir que más mineros
completaran el proceso; luego tendremos una segunda prórroga (2020–2021), bajo
el gobierno de Martín Vizcarra, debido a la baja tasa de formalización; seguirá
una tercera prórroga (2022–2023), durante el gobierno de Pedro Castillo; vendrá
la cuarta prórroga (2024–2025) con Boluarte; y en noviembre de 2025, la
Comisión de Energía y Minas del Congreso aprobó extenderlo hasta el 31 de
diciembre de 2027, reincorporando a más de 50 000 mineros excluidos del proceso.
Una lectura del proceso seguido
por el REINFO
que no se detenga en la superficie, nos mostrará inmediatamente cómo ámbitos centrales
de la legalidad y formalidad del país –el Congreso de la República y el Poder
Ejecutivo–, no encontraron una fórmula válida para la formalización y expusieron
sin ambages su permisividad frente a la ilegalidad. En teoría, lo que debió ser
un puente hacia la formalización, se convirtió en la práctica en un espacio
ambiguo que blinda la ilegalidad, promovido desde el vértice mismo de “la
legalidad” del país.
Pero, no es solamente
un problema de gestión. Además de una coyuntura favorable impulsada por el
espectacular precio del oro, la minería ilegal es una economía política
compleja, sostenida por vacíos institucionales, pobreza estructural, corrupción
y redes criminales.
Así, el REINFO, lejos de ser una vía
hacia la formalidad, terminó siendo un incentivo adicional para permanecer fuera
de los marcos normativos por la alta rentabilidad que ofrecen las operaciones
informales/ilegales, algo que sabemos hasta la saciedad con el ejemplo del
narcotráfico y otras actividades que operan “fuera de la ley”. Dicho de otra
manera, permite que mineros ilegales se inscriban y operen bajo una cobertura
“legal” sin cumplir requisitos. Esto genera un incentivo perverso porque mantenerse
en la informalidad resulta más rentable que formalizarse.
Parte importante de la
minería ilegal en Perú funciona como una economía criminal organizada, con una
estructura empresarial que combina pequeños productores, plantas de
procesamiento, muchas de ellas formales, redes de financiamiento y
comercialización internacional. No es un fenómeno caótico, sino un sistema con
jerarquías y roles definidos que le permiten sostenerse y expandirse.
Es decir, se comporta
como una empresa criminal descentralizada pero articulada, con múltiples
niveles: extracción, procesamiento, financiamiento, comercialización y
exportación. Cada nivel refuerza al otro, creando una cadena de valor ilícita
que compite directamente –y muchas veces se complementa– con la minería formal.
De esta manera, no es sólo un inmenso problema ambiental, sino un sistema
empresarial criminal que afecta simultáneamente la cohesión social y la
legitimidad política, además de los factores del mercado.
Aún más, es una
economía criminal integral porque no solo produce oro, sino también violencia
estructural que atraviesa lo social, lo ambiental y lo político. En suma, es un
fenómeno que reconfigura el poder en territorios rurales, desplazando al Estado
y a las comunidades por mafias armadas y redes ilícitas, mostrando claramente
que la violencia no es un efecto colateral, sino el producto central de esta
economía.
Esta grave situación no
vamos a amenguarla con performances televisivas inútiles, sino con una
estrategia que involucre, además de múltiples dimensiones, la activa
participación de la ciudadanía. Por lo que vemos, esto no fue una demanda que
tomaran en cuenta los que han gobernado en los últimos veinticinco años, como
tampoco parece serla para los que aspiran a gobernarnos desde el 2026. En
realidad, cada vez más operadores políticos, pero también económicos y sociales,
que se ubican en la “legalidad”, se deben y adecuan a la contundente realidad
de lo que con precisión cada vez menos denominamos “ilegalidad”.
desco Opina / 12 de diciembre
de 2025




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