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La crisis viviente del Perú

 

Desde hace varios años Perú vive en una tensión constante entre la inercia y la crisis. No es un país en guerra ni sumido en una catástrofe económica, pero parece moverse hace ya una década por un sendero sumamente peligroso, el de la desconfianza estructural.

Desde la elección del presidente Kuczynski, hemos vivido una sucesión incesante de presidentes, renuncias y destituciones que han desgastado la fe pública. La crisis institucional entonces no es coyuntural, sino estructural: un Congreso fragmentado, partidos sin bases reales y una ciudadanía desconfiada que ve en la política una arena de intereses privados más que un espacio de representación. Una democracia que todos los días fue perdiendo sustancia desde hace buen tiempo.

En medio de esa grave crisis política de legitimidad del régimen político, la sociedad peruana pasa por un nuevo momento de agitación. Las protestas ciudadanas han estallado y la gente ha salido a las calles impulsada por grupos de la llamada generación Z. Esto, como se conoce bien se ha desencadenado por el aumento incesante de la inseguridad: las extorsiones, el sicariato y los asaltos que se multiplican en Lima y en las ciudades del norte, mientras que el Estado aparece débil o ausente para el ciudadano común.

La violencia cotidiana se ha vuelto parte del paisaje urbano. Todo parece formar parte de los rasgos destacados de un nuevo orden promovido por la alianza corrupta que gobierna el país desde el Congreso. La sensación de inseguridad general no solo erosiona a diario la confianza ciudadana, sino que golpea la economía, encareciendo seguros, transportes y servicios básicos. La prensa, principalmente la extranjera, destaca con alarma la expansión del crimen organizado, muchas veces vinculado a redes de minería ilegal, tráfico de migrantes y narcotráfico.

La política, la economía, los medios y la vida social coexisten bajo un aire de sospecha y agotamiento en lo que, para algunos observadores, es una paradoja: la estabilidad económica en medio del caos político que año a año se profundiza. Para muchos peruanos y peruanas eso es simplemente la nueva normalidad. Perú sostiene una macroeconomía sólida en los indicadores (mantiene cifras macroeconómicas envidiables para la región, con baja inflación y reservas sólidas), pero frágil en la práctica.

The Economist suele describir al Perú como un “régimen en piloto automático”, donde las instituciones funcionan sin rumbo ni liderazgo legítimo, en medio de la sucesión de presidentes destituidos y congresos fragmentados hasta el extremo. No hay una narrativa nacional coherente. Tampoco hay un proyecto de país, solamente una administración rutinaria del desencanto. En este escenario, la corrupción ya no es estrictamente escandalosa, sino cotidiana porque actúa como el lenguaje común de la clase gobernante, y la población reacciona, no con indignación, sino con un cansancio resignado.

El país continúa dependiendo del sector extractivo, mientras los conflictos en torno a las minas paralizan carreteras y dividen comunidades. El modelo que se aplica en la práctica crece sin distribuir, y la desigualdad territorial y social se profundiza como una cicatriz visible: un Perú urbano bastante conectado al mercado global y otro, rural y excluido, que por ahora observa desde los Andes. Finalmente, otra vulnerabilidad profunda corroe a la sociedad: el empleo informal supera el 75%, la productividad se estanca y los conflictos sociales ligados a la minería se multiplican. La riqueza generada por los recursos naturales no se traduce en cohesión social. La paradoja peruana es que su economía resiste, pero no prospera. La inversión privada duda ante la incertidumbre política, mientras el Estado exhibe una ineficiencia creciente que frena la ejecución de proyectos públicos, no por falta de recursos, sino por falta de dirección.

A la persistencia de las enraizadas brechas étnicas y regionales, se suma en estos tiempos el descrédito de la clase media urbana, que durante dos décadas creyó en el mito del progreso individual. Hoy, los jóvenes sienten que el ascenso social prometido no llegará nunca, y se refugian en formas de resistencia cultural y digital. Mientras tanto, las mujeres organizadas y las comunidades indígenas, históricamente marginadas, emergen como los pocos actores que intentan redefinir lo político desde lo cotidiano. En contraste, el machismo, la desigualdad y la violencia policial siguen marcando el pulso del país.

El debate público actual es un campo de batalla de intereses mediáticos más que un espacio de deliberación. Las redes sociales amplifican rumores y los medios tradicionales se han polarizado. Esta desinformación, creemos, no es un accidente, sino una forma de control: mantiene a la ciudadanía confundida como una estrategia de poder de quienes gobiernan. Así, la verdad se ha vuelto un bien escaso, y la ironía, un mecanismo de defensa colectiva.

El Perú, sin embargo, como nación no está al borde del colapso, aunque vive en un estado de precariedad institucional crónico. Su estabilidad es otra paradoja: descansa no en la confianza, sino en la costumbre del conflicto. Política, economía y sociedad coexisten, pero sin armonía; funcionan porque no tienen otra alternativa.

Somos parte de un país que sigue adelante, aunque nadie sepa muy bien hacia dónde. En esa extraña calma reside tanto su tragedia como su fuerza: el Perú ha aprendido a vivir con el caos, pero no a transformarlo.

 

desco Opina / 17 de octubre de 2025

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