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Hay que ponerle el cascabel al gato

 

Tiempo de paradojas, como en los años 80. Ahora, como entonces, la defensa de la legalidad quiere justificarse con el uso desproporcionado, indiscriminado, ilegal e ilegítimo de la fuerza estatal. Así ha quedado claro, con las respectivas evidencias, que en los operativos organizados para contener las movilizaciones sociales hubo dos situaciones: una, el grueso del contingente policial enfrentando directamente a la población, provocando, es cierto, un gran daño; dos, la presencia de francotiradores que han asesinado con disparos certeros y a distancia a personas que, obviamente, no estuvieron en el centro de las manifestaciones. Resta saber con precisión quiénes son, y, sobre todo, cuáles eran las motivaciones de sus acciones.

Estamos frente a situaciones en donde al menos un grupo o un sector de actores estaría esforzándose para no dejar siquiera ruinas del estado de derecho. Si bien en sí mismo, esto ya es más que preocupante –intolerable– para los que aún creemos que la democracia es la mejor manera de organizarnos políticamente y, por lo tanto, no debiéramos destruirla, sino al contrario, fortalecerla, lo cierto es que debemos dilucidar si estas acciones tienen relación con otras intenciones, más evidentes, de desmontaje acelerado de lo poco o casi nada que quedaba del intento de democratización que se operó en el 2000-2001.

Porque, sin duda, hacia eso apunta la decisión del Tribunal Constitucional. Los señores magistrados, integrantes de dicha instancia, debieran tener muy en cuenta que el legalismo es un defecto del sistema y no provoca para nada ninguna situación garantista; además de su inconveniencia política, en un momento en que todas las instituciones del Estado están cuestionadas, es decir, carecen de legitimidad. En otras palabras, a nadie parece ya interesarle que las acciones de las entidades públicas estén sujetas a la ley, porque las instituciones mismas y las personas que forman parte de ellas no gozan de la más mínima confianza por parte de la ciudadanía.

De esta manera, permitir que el Congreso continúe con los criticados procedimientos que ha venido usando para designar el Defensor del Pueblo, que pueda ejercer funciones judiciales que no le competen, que sin más esté en condiciones de imponer sus criterios políticos sobre entidades como SUNEDU o, si fuera poco lo anterior, advertir a la Junta Nacional de Justicia sobre las supuestas inconductas y malos procedimientos de los jueces que han intervenido en los procesos constitucionales de amparo “afectando competencias reservadas al Congreso de la República”, es decir, exigir que sean sancionados, lo único que hace es allanar el camino para el quiebre definitivo del equilibrio y la fiscalización –el “check and balance”– entre los poderes públicos, una de las cuestiones básicas en las que se fundamenta cualquier mínimo de democracia.

Sin embargo, hay más. Si empieza a ser evidente que la democracia se demuele en función a una mayor concentración y centralización del poder, no debemos perder de vista que esto no se reduce a la fantástica entronización de un Congreso en el que no cree ningún peruano o peruana.

El fracaso de las reglas democráticas que debía gestionar un Estado que nunca pudo adquirir un estándar mínimo de legitimidad, posiblemente fortaleció las relaciones clientelares organizadas alrededor de la figura de los patrones locales, tensando las concepciones de ciudadanía democrática y ciudadanía consuetudinaria, de compromiso cívico y relaciones patrón-cliente en un juego de suma cero o, en su defecto, otorgando amplio espacio para la consolidación de éstas últimas en función a su articulación en alianzas más amplias.

Si fuera el caso, cuestiones tan misteriosas como la reelección de gobernadores regionales y otras autoridades no sólo acusados, sino incluso sentenciados por actos de corrupción, otros mostrándose casi orgullosamente como lobistas de negocios tan cuestionados como los cultivos de palma aceitera, o alcaldes sospechosos de narcotráfico, entre otras, si partimos del dogma democrático, empezarían a adquirir más sentido y darle consistencia a nuestros desafíos políticos.

Los patrones distribuyen recursos y la población movilizada es un medio por el cual obtienen mejores «posiciones de negociación» ante un Estado al que no van a cuestionar en sus fundamentos, sino a exigirle un «reparto de la torta» más acorde con sus expectativas. Pero, para que ello suceda, los patrones no pueden tejer sus redes con una gran cantidad de clientes, ni que ellos tengan un grado de autonomía tal que no permita «disciplinarlos» alrededor de sus objetivos.

En ese sentido, cuestiones tan formales como un proceso electoral, parecen imponer ampliamente su pertinencia en momentos como los actuales, en los que ya vamos viendo los límites de la protesta en las calles, que se asemeja cada vez más a ese «derecho al pataleo» al que se refería Luis Alberto Sánchez.

Gobiernos como el actual, así como los detentadores de poderes más circunscritos, ambos productos de los procesos políticos concentradores y centralizadores, deben ser obligados a allanarse a intensos procesos de negociación, deliberación y consensos, evidenciando en el camino no sólo su endeblez como resultado de un pacto político que nunca se dio, sino también, en esa ruta, mostrando a los verdaderos beneficiarios de las decisiones que se toman en el país, aquellos que se afirman cada vez más en sus posiciones de dominio en la medida que no se presentan ni se presentarán como agentes deliberantes. Ahora bien, ¿quién le pone el cascabel al gato?

 

desco Opina / 10 de marzo de 2023

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