A pocos días de haberse cumplido treinta años de la terrible desaparición y asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, por acción del grupo paramilitar Colina; y de haberse hallado en Londres una caja con restos humanos de probablemente cinco de los estudiantes, es necesario interpelarnos y preguntarnos cuánto hemos hecho como sociedad para evitar hoy y en el futuro sucesos inhumanos como éste.
Claramente no hemos sanado esa herida profunda que sigue sangrando; estamos lejos de ser una sociedad tolerante y solidaria, capaz de mirar más allá de sus narices y comprender y respetar sus diversas formas de pensar, sentir y existir. Nuestras actuales autoridades nos muestran cotidianamente con acciones y declaraciones la vulneración recurrente de lo poco que se ha logrado avanzar en materia de derechos humanos y de políticas que buscan mitigar la discriminación y el racismo. Es vergonzoso y lastima que se mantengan y perennicen usos coloniales que se creían ya superados y que reafirman la urgencia de romper esa lógica perversa que se mantiene viva en relaciones de poder que son clasistas y racistas.
No debe sorprender en consecuencia que se empuje con empeño una corriente de opinión negacionista que pretende reescribir nuestra historia, esa que a ciertos sectores de nuestro país les parece incómoda y asusta, pero que con amor, memoria y dignidad se ha construido y ha resistido. No es casual que tengamos como presidenta del Congreso a un personaje con fuertes rasgos autoritarios y racistas, que sigue creyendo que nuestro país se divide entre blancos e indios, comportándose con frecuencia prepotentemente y expresando con nitidez a la idiosincrasia política más arcaica, conservadora y antiderechos del país.
No es casual que desde el Congreso de la República se reivindique y se blinde a Merino y compañía mediante interpretaciones sesgadas de la ley y lecturas interesadas y tergiversadas de lo sucedido en las protestas de noviembre de 2020. Tampoco lo es que se archiven acuerdos internacionales que buscan proteger a defensores ambientales, dejando en la impunidad la muerte de líderes indígenas y los atropellos a la soberanía de las comunidades sobre sus territorios. No es casual que un sector de la prensa capitalina esté alineada a un manejo de la información poco objetivo e inhumano, que más allá de denunciar hechos delictivos vinculados al gobierno, frecuentemente tergiversa la realidad y a nombre de la libertad de expresión es capaz de ridiculizar a quienes cultural e ideológicamente no son como ellos. Su ligereza es funcional al afán de un sector de las clases privilegiadas que desconocen la legitimidad y la ciudadanía de los pueblos indígenas.
Resulta indignante que se llegue a banalizar el sufrimiento de miles de familias, invitando al público a experimentar cómo viven las comunidades de Puno a causa del friaje, tragedia que es propiciada por la incapacidad de nuestro sistema político y económico, pero que es trivializada por empresas que instrumentalizan la precariedad para generar mayores réditos.
Todo ello suma a esta estigmatización que se construye desde estereotipos de raza y género, por ejemplo, dando carta libre para la censura de lo diverso y de aquello distinto a lo que hegemónicamente se busca instaurar bajo el discurso de la integración nacional moderna, que defienden distintas voces del poder como María del Carmen Alva. Resulta claramente condenable la normalización de este “racismo blando” apañado por un Estado que invisibiliza nuestra diversidad, limitando por un lado el ejercicio de derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes que no pueden acceder a condiciones de vida digna, y obligando indirectamente a una renuncia progresiva de la autoidentificación cultural para encajar en la lógica aspiracional de desarrollo y crecimiento individualista que promueve el neoliberalismo.
desco Opina / 22 de julio de 2022
descoCiudadano
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