El martes primero de diciembre, a propósito de las protestas y bloqueos de carreteras que llevan a cabo los trabajadores agrícolas de la región Ica, un diario de circulación nacional preguntaba en su portada ¿Quién está detrás? Viniendo de quien viene, la pregunta no buscaba una respuesta, sino que los lectores aceptemos una imposición: la directora Valenzuela quería que respondamos «los terrucos».
Así razonan parte del país, ella y sus derechistas lectores. Simples, lineales, superficiales e incapaces siquiera de formular una explicación mínimamente razonable de las dificultades que aparecen en esa prosperidad falaz basada en la extracción, que todavía no dudan en celebrar.
Veamos. No necesitamos ser comunistas para afirmar, por ejemplo, que una primera cuestión a considerar es que el territorio en cuestión ha sido materia de una intensa transformación durante las últimas décadas, debido al nuevo patrón productivo que se impuso en los valles de la parte baja de la cuenca. Para el caso, debieran preguntarles a personas como el ex gobernador regional Fernando Cillóniz, cómo fue el paso del algodón al espárrago como producto dominante, y lo que implicó en las dimensiones políticas, sociales, económicas y culturales de los valles iqueños.
A estas cuestiones coyunturales se suma un factor estructural, el cambio climático, que disminuye considerablemente la oferta de agua, en una situación de demanda creciente del recurso. Es cierto que es un fenómeno global, pero exige soluciones locales, porque la manera como se manifiesta en una cuenca o en un determinado territorio tiene características diferentes a las que se manifiestan en otro, incluso, en aquél próximo y contiguo.
De esta manera, el espárrago, el principal cultivo de la región, origina una fuerte demanda de mano de obra, generalmente estacional e informal. Sin embargo, debemos apuntar que dicho cultivo está atravesando por un mal momento. Muchas empresas, por diferentes motivos, han dejado de exportarlo, no tienen regularidad o simplemente mueren en el intento de crecer con este cultivo.
En el 2017, 29 empresas –de las 90 que exportaban hasta entonces– dejaron de hacerlo. En el 2018, otras 23 salieron del negocio. Finalmente, en el 2019 dejaron de exportar 30 firmas de un total de 88. Así, el porcentaje de empresas que salió del mercado en los últimos tres años fue de 32, 25 y 34%, lo que abona a favor de la idea de una alta informalidad empresarial, además de la laboral, imperante en el negocio.
Frente a la caída del espárrago, que conlleva una disminución importante en la demanda y las tarifas de trabajo agrícola, está la alternativa de la uva. La emergencia sanitaria produjo cambios sustanciales en el ciclo de este cultivo. Las exportaciones normalmente se realizaban entre agosto y marzo, con picos entre noviembre y febrero. Sin embargo, este año se observó un adelanto en la campaña, iniciándose en junio, alterando la dinámica habitual del trabajo estacional de la región. En todo caso, las cifras positivas del cultivo dependerán del nivel de demanda en un escenario donde una amenaza en ciernes es la sobreoferta mundial.
Así, un sector que normalmente tiene altas tasas de trabajo informal, que puede bordear el 90%, tiende a bajar su nivel de reclutamiento o a disminuir los jornales por debajo de los mínimos legales cuando enfrenta situaciones circunstanciales que golpean la rentabilidad empresarial, como las actuales.
A ello, hay que sumarle la escasa o nula capacidad del Estado para intervenir en esta situación. No es falta de información, porque lo que acontece es conocido detalladamente por las autoridades, desde años atrás. Es, en suma, la completa incapacidad para aplicar las normas. Además de la inoperancia de la Autoridad Nacional del Agua ANA, que ve ante sus ojos la multiplicación de pozos subterráneos que acrecientan de manera geométrica la desertificación del valle sin poder intervenir, tenemos ahora a SUNAFIL como un ingrediente patético más en esta indignante situación: basta ver la relación existente entre denuncias e intervenciones llevadas a cabo por esta instancia para evidenciar de manera clara, sencilla y contundente la consabida falta de institucionalidad del Estado peruano.
Estamos advertidos: no es la rentabilidad fácil de empresas truchas cuyo funcionamiento y reconversiones ilegales permite el Estado; tampoco la absoluta incapacidad de hacer cumplir sus normas laborales, ni permitir el uso extremo hasta el agotamiento de un bien común como el agua, para el enriquecimiento privado; menos aún la formulación de una mínima estrategia que busque una mayor eficiencia económica de la agroexportación y una mejor distribución de sus beneficios. Son, lo sabemos, los terroristas.
desco Opina / 2 de diciembre de 2020
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