Los recientes y dramáticos sucesos bolivianos, que enfrentan a un gobierno que obtuvo más de dos tercios de los votos en el referéndum revocatorio de agosto pasado, ganando en 95 de 112 provincias e incrementando en más de 600,000 votos el resultado que obtuviera en las elecciones presidenciales, con un grupo minoritario de empresarios y sectores urbanos de 4 departamentos, parecen haber entrado a un momento de indispensable negociación, ayudada, entre otras cosas, como no podía ser de otra manera, por el claro respaldo de los gobiernos de la región (UNASUR) a la indiscutible legitimidad de Evo Morales.
El proceso que vive el hermano país debe servirnos para reflexionar sobre la relación entre mayorías y minorías en el marco de la democracia, pero también para preguntarnos sobre la difícil vinculación entre ésta y la necesidad de cambios significativos en las relaciones de desigualdad y exclusión que caracterizan a la mayoría de sociedades en nuestro continente.
Si bien el gobierno peruano se alineó con el respaldo a la democracia en Bolivia, y por lo tanto con el apoyo a Evo Morales, es claro que intentó diferenciarse de los otros gobiernos de la región. A la ausencia del presidente García en la reunión de mandatarios en Santiago de Chile, justificada con razones pueriles –fuimos el único país representado por su Canciller– se le añadió el énfasis de la Cancillería en responder el equivocado pronunciamiento boliviano que señalaba la presencia de sicarios peruanos y brasileños en la masacre de Pando. En el fondo, nuestro mandatario y su gobierno buscaron diferenciarse porque entienden que las protestas violentas y los bloqueos de carreteras en Bolivia eran aceptables porque se enfrentaban a un modelo estatista e indigenista, que es en su particular «filosofía», el del perro del hortelano.
En nuestro país, protestas similares en las formas, aunque con bastante menos violencia y con actores populares, son denunciadas y criticadas implacablemente y empiezan a ser judicializadas en nombre de la defensa de la democracia, olvidando interesadamente algunas cuestiones elementales. En principio, que ella supone un conjunto de derechos, bases mínimas de igualdad, por lo menos jurídica, así como mecanismos y procedimientos para resolver legalmente los conflictos y las diferencias.
En segundo lugar, como lo demuestra la experiencia internacional, que la falta de propuestas inclusivas de las minorías, exacerba la conflictividad, como lo demuestra el caso boliviano en donde, no obstante su legitimidad y su innegable peso electoral, el gobierno de Evo Morales se haya tenido que sentar a negociar con sus opositores, anunciando ya, por ejemplo, que la Constitución incorporará el asunto de las autonomías.
¿Será muy difícil para nuestros gobernantes aceptar que con sus políticas y su comportamiento exacerban el malestar de importantes sectores de la población? ¿Será mucho pedir –máxime cuando nunca tuvieron el 67.4% de los votos y hoy aparecen en caída libre en las distintas encuestas de opinión pública– que entiendan la importancia de los intereses y las percepciones de importantes sectores de la población? Estamos convencidos que nuestros gobernantes harían bien, si por un instante se miran desapasionadamente en el espejo boliviano.
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