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Las decepciones del momento

No deberían sorprendernos las formas y contenidos del Mensaje a la Nación del presidente Castillo presentando el balance de su primer año de gestión en el que el Ejecutivo ni siquiera ha podido resolver las urgentes compras de fertilizantes, sin afrontar la creciente acumulación de indicios sobre la corrupción “hormiga” que lo rodea. Menos aún el fraccionamiento mostrado por el Congreso, que cubrió de suspenso hasta el tramo final las elecciones de su nueva mesa directiva y que, interesadamente o no, no ha podido consensuar aún la designación para la Defensoría del Pueblo

A estas alturas es más que evidente que el empate de las fuerzas políticas del país se manifiesta por el peor de los escenarios, que no es el del consuelo de la “polarización” que hemos inventado para evitar quedar desnudos ante nosotros mismos. Es, en su lugar, la incapacidad de construir equilibrios que se compensa con la imposibilidad de todas estas fuerzas para idear y conducir una salida que supere el entrampamiento en el que nos encontramos desde el estado de Derecho. 

La anterior es una de las lecturas posibles del momento político actual. Otra, supondría que el espectáculo escenificado, en realidad esconde la verdadera intención de los actores políticos, es decir, la poca o ninguna vocación que tienen de superar esta normalidad realmente existente, que se ha instalado como la manera en que se expresa nuestra democracia y a la cual se han ido adaptando organizaciones políticas cuya estructura es más bien empresarial, que han devenido en sospechosas de ser organizaciones criminales en realidad.

Cualquiera de estas interpretaciones y las variantes que puedan derivarse de ellas, nos conducen a plantear como premisa que la democracia está afectada en su calidad, esencialmente por factores externos, cuya corrección, también, debe provenir desde fuera del régimen. Un mal gobierno debe ser cancelado sin importar las reglas establecidas, el Congreso deslegitimado debe ser clausurado sin más, los partidos políticos requieren ser judicializados y los representantes y funcionarios serán por definición depositarios de todas las sospechas ciudadanas.

En suma, forzada por la propia dinámica que adquiere la política, la ciudadanía expresa su distanciamiento de ella y de sus protagonistas, elaborando argumentos que justifiquen sus posiciones principistas y moralistas -“que se vayan todos” y “todos son corruptos”-. 

Sin embargo, la democracia formal, por definición, tiene mecanismos auto correctores para evitar su colapso y, sobre todo, para asegurar su objetivo, que es la prevalencia de la norma. Desgraciadamente, no es esto lo que estamos poniendo en debate hoy en el Perú.   

Si lo hiciéramos, una primera cuestión que consideraríamos es aquello sobre lo que se preguntaba Robert Dahl hace 60 años: “En un sistema político donde casi todos los adultos pueden votar, pero donde el conocimiento, la riqueza, la posición social, el acceso a los funcionarios, y otros recursos se distribuyen de manera desigual, ¿quién gobierna realmente?”.

En efecto, las desigualdades cada vez más profundas caracterizan a países como el nuestro, lo que tiene un impacto profundo y directo en la manera en que se configuran los sistemas políticos democráticos. Incluso, el impacto compensatorio de los esfuerzos que pueden darse en la esfera económica parece ser considerablemente más tenue de lo que se cree, a pesar de la cómoda noción entre muchos liberales de que el público se ha movilizado o pronto se movilizará en apoyo de una “legislación igualadora”.

Entre otras razones que se esgrimen, está el que los sectores con menor poder adquisitivo tienen poco acceso a los recursos políticos disponibles, los que además circulan en espacios muy reducidos controlados por los sectores privilegiados mediante los políticos profesionales, los expertos técnicos y los medios de comunicación. Además, como ha venido ocurriendo, la densificación de las redes sociales no identificables y la apropiación de datos personales cada vez mayores, probablemente aumente la direccionalidad de la opinión y de las elecciones. En conclusión, independientemente de quién sea elegido, se ignoran los sueños, demandas y quejas de la mitad inferior o más de la población. 

Así, puede ser que lo actualmente decepcionante de la política peruana no sea el gobierno que se quiere cambiar sino los que buscan que se vaya a cualquier precio, revolviendo lo que hay para quedarnos, posiblemente, en el mismo sitio. No se considera la posibilidad de una presencia de la ciudadanía decisiva, pese a que muchos decían buscar una mayor participación ciudadana, mejores mecanismos de rendición de cuentas, más formas de control ciudadano, que podrían hacernos aspirar a una mejor inserción de los ciudadanos en las esferas políticas. Nada de eso cuenta hoy; lo que interesa es únicamente adelantar las elecciones sin proponernos claramente para qué.


desco Opina / 12 de agosto de 2022


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