Desde
el 2001, Martín Vizcarra es el quinto presidente neoliberal del siglo; su incuestionable
defensa del modelo económico (recordar cómo enmendó la plana a su cercano
ministro de Justicia sobre la creación de una aerolínea estatal), su apoyo a una política nacional de competitividad, que a pesar de las críticas,
difícilmente puede ser calificada como heterodoxa, el piloto automático en el que
sigue la economía por falta de rumbo, convicción o concesiones a los poderes
fácticos, así lo evidencian.
Pero
es también evidente que el presidente Vizcarra es un demócrata, aunque el
aprofujimorismo y sus aliados de diversas bancadas y medios masivos digan lo
contrario (hasta hoy no ha abandonado las reglas de juego vigentes). Su defensa
del enfoque de género y su apoyo a la lucha anticorrupción no hacen más que
reafirmar esta percepción.
Sin
embargo, ahora soporta un bullying
político y mediático a raíz de unos audios (la oposición oculta
oportunistamente que han sido ilegalmente grabados) difundidos de una reunión
con autoridades arequipeñas. El aprofujimorismo lo acusa de tener doble
discurso, de violentar el orden legal y hasta de azuzar la violencia, olvidando
que, en el período 2006-2011, cuando constituían mayoría en el Congreso,
retrocedieron abiertamente ante la crisis de Bagua, saldada con 36 muertes, derogando
el dispositivo legal que motivó las movilizaciones; o que el mismo presidente Alan
García, en el 2011, suspendió la continuación del proyecto minero Santa Ana a
raíz del “aymarazo”, sin ser por ello acusado de radical, traidor o antiminero.
La
Confiep y los poderes fácticos, mostrando una vez más lo poco o nada que han
aprendido de las recientes experiencias de conflictividad social en los
proyectos extractivos, se quejan de que el Presidente no respetó los procedimientos legales y privilegió soluciones políticas antes que técnicas;
algunos hasta hablan de traición. Desde la izquierda, a su vez, se denuncia la
falta de transparencia presidencial, sus intentos por eludir responsabilidades
ante un conflicto y su error al no anular la licencia a Southern.
Montados
en los errores presidenciales, aparecen ahora algunos opositores (el
congresista Mulder, por ejemplo) que anuncian incluso mociones de vacancia, que
no son otra cosa más que un intento de liquidar la propuesta del Presidente
para adelantar las elecciones.
Las
marchas y contramarchas del gobierno y su conducta errática son frutos de la impericia
y falta de habilidad política del Presidente, como lo es cierta ingenuidad (confiar
en autoridades y líderes, algunos tan aventureros, oportunistas e
inescrupulosos, como los que abundan en el congreso).
Más allá de
errores, candores y oportunismos, la crisis en torno al conflicto de Tía María
puede ser leída también como la primera vez que un Presidente defensor del
modelo económico, no se somete a las presiones de los poderes fácticos para
imponer un proyecto minero con argumentos legalistas y economicistas. Más aún,
por primera vez plantea revisar y cambiar la ley de minería, algo que se puede
interpretar incluso como una herida al modelo económico vigente, aunque eso de ninguna manera lo pone en
cuestión y convierte a Vizcarra en un antiminero o «antisistema»; todo lo
contrario, su paso por la presidencia regional de Moquegua incluyó la negociación
exitosa con una empresa minera para el desarrollo del proyecto Quellaveco,
contribuyendo a legitimar social y políticamente una inversión de esa
envergadura y, por tanto, el mismo modelo. Ninguna otra autoridad política
regional ha logrado eso en el país. La negativa de Vizcarra a imponer un
proyecto a costa de muertos, tampoco es una posición radical y antiminera; es más bien la de un político liberal y demócrata.
El conflicto y
sus secuelas inmediatas han evidenciado una vez más las limitaciones políticas
y los serios déficits de gestión del presidente Vizcarra y su reducido entorno,
pero también la miopía y oportunismo de una clase política que, en su afán de
enfrentarlo y derrotarlo, no mira los intereses estratégicos del país. La
observación es extensible a la clase empresarial, incapaz también de ver más
allá de estrechos intereses corporativos y de comprender que una minería con
legitimidad social, que respete los derechos de las poblaciones y no se imponga
a sangre y fuego, es la mejor garantía para que puedan seguir disfrutando de
sus beneficios. Ello supone, sin duda, reformas políticas, pero también en el
modelo de concesiones y desarrollo de la actividad extractiva y en el rol del
Estado. No verlo así es parte del drama nacional.
Excelente artículo; Debería tener mayor difusión no sólo por estos medios!!!
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