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Del machismo al cuidado: modificando masculinidades en clave peruana

 

El gran escollo para formular mínimamente un sistema de cuidados en el Perú es la transformación de la noción imperante de paternidad, algo palpable incluso en la legislación, que, aparentemente, debiera ser un factor decisivo para el cambio.

Las leyes 26644 y 29409 que otorgan el derecho a la licencia por maternidad y por paternidad, no consideran un enfoque de género, refuerzan el rol de la mujer como cuidadora y no permiten que las madres trabajadoras coordinen sus responsabilidades familiares y laborales.

Específicamente, la ley 29409 establece el derecho del trabajador de la actividad pública y privada, incluidas las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú, a una licencia remunerada por paternidad, por diez días, en caso de alumbramiento de su cónyuge o conviviente, a fin de promover y fortalecer el desarrollo de la familia.

Para algunos consultores, dicha ley no solo ofrece un plazo limitado para el descanso del padre trabajador, sino que además, establece una diferencia de trato económico frente a la licencia por maternidad: mientras ésta última es asumida por EsSalud, la de paternidad corre a cargo del empleador.

Más aún, se legisla sobre una situación ideal, en la que no se contempla explícitamente aquellos casos de padres adoptivos, solteros o no convivientes. En la práctica, estos grupos parentales están sujetos a las interpretaciones favorables o a las políticas internas de las empresas más formales y grandes. Por otro lado, la norma no establece un criterio claro sobre cómo calcular la remuneración durante esos días y, en ese sentido, muchas empresas consideran el sueldo básico excluyendo las comisiones o pagos variables, lo que puede significar casi la mitad del ingreso perdido para el trabajador.

Más allá de la adecuación normativa, que dicho sea de paso, es más que insuficiente, los factores decisivos que definen la continuidad del problema, se manifiestan en otras dimensiones. Por ejemplo, según encuestas recientes, más del 50% de los peruanos aún cree que las mujeres deben priorizar las tareas del hogar sobre sus propios proyectos personales, reduciendo la participación activa de los padres en la crianza.

El resultado de esta percepción es que las mujeres peruanas dedican más del doble del tiempo que los hombres a labores domésticas y de cuidado. Es decir, pese a que se han producido avances hacia una distribución más equitativa de estas responsabilidades, la carga de trabajo doméstico sigue recayendo desproporcionadamente sobre las mujeres, lo que limita el tiempo disponible para el trabajo remunerado o el desarrollo personal.

A ello debe sumarse la raigambre de los prejuicios empresariales, que consideran el embarazo y la licencia como un “sobrecosto” laboral, lo cual se traduce en discriminación indirecta, especialmente hacia las mujeres.

Otra cuestión central, pero poco debatida, es que más del 60% de los hogares con hijos menores de 18 años está liderado por madres solas. Incluso cuando el padre está presente, no siempre ejerce un rol activo o afectivo.

También debe consignarse el limitado acceso a los programas de formación. Aunque existen iniciativas como “Hombres por la Igualdad” del programa Warmi Ñan, que buscan deconstruir estereotipos y promover nuevas masculinidades, su alcance aún es limitado.

Ante esta situación, se está considerando la necesidad de ampliar la licencia de paternidad, como se hace en Islandia, para fomentar el involucramiento desde el nacimiento. En esa dirección, todo parece indicar que las campañas nacionales de sensibilización, al estilo de MenCare, permiten obtener buenos resultados. Otros mecanismos son los talleres comunitarios para hombres, que se implementan con éxito en Chile o el programa Pai Presente, en Brasil, que facilita el reconocimiento legal de la paternidad y promueve el vínculo afectivo entre padres e hijos, especialmente en contextos de abandono o separación.

Como vemos, abundan las experiencias que podríamos adaptar en nuestro país. Lo que necesitamos, entre otras iniciativas, es voluntad política, especialmente para mejorar la medición y visibilización del trabajo no remunerado; aumentar la inversión pública en infraestructura de cuidados, fundamentalmente en guarderías, centros de día para adultos mayores, y redes de apoyo domiciliario; aplicar herramientas, como las desarrolladas por ONU Mujeres y la OIT, para estimar déficits de cuidado, costos de inversión y beneficios económicos; incentivar a empresas a ofrecer servicios de cuidado, horarios flexibles y corresponsabilidad familiar.

 

desco Opina / 27 de junio de 2025

La pobreza rural en Huancavelica: una lectura diferente

 

Huancavelica ha dejado de figurar entre los cinco departamentos más pobres del país. La noticia marca un hito histórico para una región que durante décadas encabezó ese ranking de desigualdad. En 2024, la pobreza monetaria se redujo en 6.1 puntos porcentuales, pasando del 39.5% al 33.4%, ubicando a Huancavelica como la segunda región con mayor reducción relativa. Este avance guarda relación con la significativa movilización de inversión, tanto pública como privada, que se dio en la región. Así en 2024, el Gobierno Regional alcanzó una ejecución presupuestal del 97.5%.

Inversiones como la carretera Huancavelica–Rumichaca, el relanzamiento del Tren Macho, la reactivación de hospitales emblemáticos como el Departamental de Huancavelica y la modernización de colegios emblemáticos, son obras que pueden colocar a la región en una dinámica de mayor visibilidad y posicionamiento en la agenda nacional. Sin embargo, este esfuerzo aún no se traduce de forma palpable en la vida diaria de la mayoría de las familias huancavelicanas.

El problema de fondo sigue siendo estructural: más del 90% de la población pobre trabaja en condiciones de informalidad y casi el 60% de la PEA se concentra en el sector agropecuario, usualmente vinculado a la venta de materias primas sin valor agregado. Huancavelica sigue siendo una región esencialmente materioprimaria, con una economía rural fragmentada, escasa asociatividad y limitada articulación con mercados. Y si bien la inversión en infraestructura es clave, no basta. No se trata solo de construir carreteras, sino de garantizar que estas conecten efectivamente con circuitos económicos locales, con cadenas de valor activas, con centros de acopio o transformación. De lo contrario, se corre el riesgo de que las cifras mejoren, pero no la calidad de vida.

Los datos nos muestran la necesidad de una mayor inversión en los territorios eminentemente rurales. Aquellos como Huancavelica que arrastra una deuda histórica del país, debido a que en el Virreinato fue una de las regiones que más riqueza aportó al fisco colonial a través del mercurio extraído en la mina Santa Bárbara. Dicha riqueza extraída nunca regresó en forma de infraestructura, salud o educación. Y aunque el Perú republicano ha firmado pactos descentralistas y programas sociales para saldar esa deuda, aún persisten brechas en el acceso a agua segura, saneamiento o educación de calidad y, sobre todo, estrategias para la generación de empleo digno, especialmente en las zonas rurales.

Los programas sociales como Juntos o Pensión 65 ayudan a mitigar la pobreza extrema, pero si no se articulan con estrategias de desarrollo productivo, formación de capacidades y políticas de innovación rural, corren el riesgo de consolidar el asistencialismo en lugar del desarrollo. La tarea pendiente no es solo reducir la pobreza, sino construir bienestar.

Por eso, en regiones como Huancavelica, la lectura de las cifras que muestran un cambio positivo, debe hacerse con cautela y sentido crítico. Salir del grupo de los más pobres es un logro, pero aún un tercio de la población vive en pobreza. Es momento de apostar por una inversión que no solo se ejecute, sino que transforme.

 

desco Opina – Regional / 20 de junio de 2025

descocentro

La Ley Chlimper 2.0

 El apelativo “Ley Chlimper” remite a la legislación aprobada durante el gobierno fujimorista en el año 2000, impulsada por el entonces ministro de Agricultura José Chlimper, él mismo, empresario agroexportador. Aunque se prometió que sería temporal, se extendió por cerca de veinte años, lo que generó diversas protestas de los trabajadores agrícolas que fueron reprimidos y criminalizados en todo momento, hasta que se derogó la ley el año 2020.

En diciembre del año 2020 el gobierno aprobó la Ley Agraria N° 31110. Su propósito fue prolongar por un tiempo adicional los beneficios de los agroexportadores. Particularmente de siete de las grandes empresas transnacionales que operan en el país. Su intención principal fue mantener el impuesto a la renta (IR) de las empresas agroexportadoras. La tasa se redujo gradualmente, pero manteniéndose en un mínimo del 29.5% buscando equiparar los beneficios laborales y tributarios que de por sí ya eran fuertes.

El proyecto actual, (aprobado en primera votación el 4 de junio), establece una reducción a costa del Estado al 15 % por 10 años (2025–2035) y propone eliminar completamente el límite temporal, sin una justificación técnica clara. El debilitado Ministerio de Economía y Finanzas se ha limitado a comentar que esta decisión crea un déficit fiscal estimado en S/ 1850 millones de soles anuales, lo cual generaría un costo total aproximado de S/ 20 000 millones si se prolonga más de una década. Lo que se está haciendo es concederles excesivos beneficios tributarios a las grandes agroexportadoras afectando al Estado, que por esta redistribución regresiva perderá recursos que podrían destinarse a educación, salud, infraestructura y seguridad que requerimos todos los peruanos.

El sector agroexportador que generó US$2.991 millones de dólares en solo los primeros tres meses del presente año podría seguir pagando menos impuestos que el resto de peruanos. Por lo pronto, actualmente, los agroexportadores pagan menos EsSalud, por lo que la atención médica de sus trabajadores es parcialmente subsidiada por el Estado.

Los principales gremios (CGTP, Conveagro, y federaciones de trabajadores) que han criticado la nueva ley por solo beneficiar a grandes empresas, han hecho notar al país que esta decisión del Congreso deja en desventaja a la agricultura familiar, la cual agrupa a cerca de 1.5 millones de pequeños productores.

Por cierto, se ha procedido a votar una ley que no ha contado con un mínimo acompañamiento social, es decir, sin consultas previas ni diálogo con gremios agrarios y sectores opuestos a la informalización laboral y la exclusión de la agricultura familiar. Además, si antes los beneficios tenían un tope temporal, ahora se pretende eliminar todo plazo para los mismos.

Las empresas que verdaderamente se verán beneficiadas –menos de 20 a nivel nacional–, permite considerar que se trata de una ley con nombre propio que otorga ventajas tributarias sustanciales a tan solo un puñado de agroexportadoras; son mayoritariamente del norte, zona que concentra el potencial agroindustrial del país, lo que explica el afán particular de los legisladores de aquella.

Peor aún, ha dejado de lado a la mayoría de los productores agrarios del país, los productores familiares que son al menos dos millones de pequeñas unidades agrícolas familiares, así como a los medianos y pequeños productores del campo. ¿Tanto esfuerzo nacional para que se la lleven unos pocos?, ¿vale la pena impulsar de este modo un sector de la economía –si bien de punta en el mundo, con arándanos y paltas que usan grandes volúmenes de agua y concentra gran cantidad de tierra– que al no pagar impuestos ni crear empleo de calidad, lo que genera es malestar social?

Adicionalmente, a diferencia de la anterior ley, se ha disminuido la capacidad de fiscalización laboral del Estado, reduciendo el alcance de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) en las agroexportadoras, favoreciendo así la informalidad laboral. Esto ocurre en un sector donde el 94% de los contratos son temporales y la tasa de sindicalización ha caído a un mínimo histórico de 2%.

Ante esta situación cabe finalmente preguntarnos ¿qué tan sostenible es para un país otorgar incentivos tributarios tan prolongados sin comprometer recursos para sectores clave como salud, educación o infraestructura? Recordemos que, a nivel internacional, los incentivos al sector agrario suelen tener focalización clara (por ejemplo, pequeños productores, prácticas sostenibles o inclusión social como ocurre en Brasil, México y España) y siempre plazos definidos con evaluaciones periódicas. La Ley Chlimper 2.0 se aparta de estos principios, privilegiando a grandes empresas agroexportadoras sin contrapartidas de sostenibilidad o equidad, y con un horizonte indefinido que compromete la salud fiscal del Estado peruano.

No se trata de una ley cualquiera que atañe únicamente al campo. Llega, por omisión y direccionamiento, a favor del gran capital y afecta la seguridad alimentaria y la sostenibilidad que requerimos en la producción agraria para más de 34 millones de habitantes del Perú.

 

desco Opina / 13 de junio de 2025 

Redistribuir el IGV, repensar el Impuesto a la Renta

 

El 21 de mayo último, el Congreso de la República aprobó una norma que modifica la distribución del Impuesto General a las Ventas (IGV). Hasta ahora, de los 18 puntos porcentuales de este impuesto, sólo dos se destinaban directamente a los gobiernos locales. La nueva ley eleva esa proporción a cuatro. Detrás de esta cifra se esconde una promesa largamente acariciada por las más de dos mil municipalidades del país: contar con más recursos para atender las necesidades de sus comunidades. Y no es poca cosa, si se considera que muchas de ellas apenas logran cubrir sueldos básicos o servicios mínimos.

Sin embargo, la discusión pública no se ha centrado en esta problemática tan ajena a la tecnocracia limeña. El exministro Waldo Mendoza ha sentenciado que esta es “La ley fiscal más dañina del siglo”. Luis Miguel Castilla fue más drástico aún: “Voy a decir algo que jamás pensé decir: el manejo técnico en el MEF de Pedro Castillo fue mejor que el actual”. La reacción del ministro de Economía, Raúl Pérez Reyes, ha sido sorprendente: ha afirmado que la norma no “impactará en el gasto público” y que “están de acuerdo con ella”. Una postura que, lejos de expresar preocupación por el impacto fiscal, sugiere más bien una abdicación del rol rector que históricamente ha tenido el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). No se trata de una defensa técnica ni de un desacuerdo estratégico, sino de una convalidación política, sin mayor fundamento visible.

A este debate se suma otro ingrediente, político, pero no irrelevante. Se ha difundido la narrativa –con fuerza en medios y redes– que, el origen de la ley se encontraría en un proyecto impulsado por el actual presidente del Congreso, quien pertenece al partido de César Acuña. En tanto que, el mismo partido controla una porción considerable de gobiernos locales y regionales desde los últimos comicios, la norma recientemente aprobada no solo sería técnicamente cuestionable, sino también funcional a una estrategia de empoderamiento territorial partidario, a costa del erario nacional.

¿Hay algo de eso? Es posible. La política peruana hace rato que dejó de distinguir entre interés público e interés faccioso. Pero que el cálculo político esté presente no deslegitima una demanda estructural: los gobiernos locales están financieramente asfixiados y han sido postergados sistemáticamente por el centralismo limeño y, en no pocos casos, por el centralismo de sus propios gobiernos regionales. Reducir esta medida a una “movida de poder” ignora un problema real que ya no puede seguir siendo evadido. No por gusto la norma ha sido aprobada por unanimidad en ambas votaciones.

Este es, en el fondo, el dilema: ¿cómo financiamos el desarrollo de los territorios sin desarmar al Estado nacional? La nueva norma parece responder a ello con un atajo: quitarle al centro para darle a la periferia. Pero como ocurre con frecuencia en nuestra política fiscal, se decide alterar la distribución sin discutir de fondo la estructura del sistema. No sorprende que se haya tocado el IGV y no otro impuesto.

Porque ese es el verdadero elefante en la sala: el problema no es solo la redistribución del IGV, sino la excesiva dependencia del Estado peruano respecto de este tributo indirecto, profundamente regresivo. Según la última Nota Tributaria de la SUNAT, el IGV representa el 56.8% de toda la recaudación tributaria nacional del 2024, mientras que el Impuesto a la Renta apenas alcanza el 42%. En otras palabras, el sostenimiento del Estado recae principalmente sobre el consumo generalizado –incluyendo a los más pobres–, no sobre la capacidad real de pago de las personas y empresas.

Y aquí es donde el debate necesita mayor profundidad. ¿Por qué no hemos discutido seriamente una reforma del Impuesto a la Renta? ¿Por qué nos escandaliza tocar dos puntos del IGV antes que reconocer que el sistema tributario sigue premiando la evasión, la renta informal y las brechas estructurales de recaudación?

Una reforma del Impuesto a la Renta sería muy impopular, sin duda, pero también necesaria. Implicaría corregir exoneraciones, mejorar la fiscalización, revisar tramos, y, sobre todo, hacer que quienes más ganan aporten proporcionalmente más. Se necesitaría valentía política, una administración tributaria fortalecida, pero, sobre todo, voluntad de diálogo técnico y político.

El Congreso ha optado por una salida imperfecta, que atiende una demanda legítima, pero lo hace sin repensar la lógica tributaria. El mismo que premia, entre otros, a los principales agroexportadores con la prolongación de exoneraciones tributarias sin ninguna justificación. La tecnocracia ha respondido con alarma, con razón, pero muchas veces sin ofrecer alternativas que incorporen las urgencias de los territorios. Y el MEF, en lugar de liderar el debate, parece haber decidido simplemente no darlo.

Lo que se necesita ahora no es una marcha atrás, sino un debate más amplio. Que el IGV financie menos al gobierno central puede ser un problema, pero el verdadero error sería no aprovechar esta coyuntura para rediseñar el sistema tributario en su conjunto. No se trata solo de cuánto le toca a cada nivel de gobierno, sino de quién paga y cómo se recauda. Se trata de pensar en una lógica tributaria directa donde tienen que pagar más, quienes más ganan.

La redistribución del IGV no será la solución mágica para el desarrollo de los municipios, que por lo demás tienen problemas de ejecución porque no se hace nada para fortalecer y desarrollar sus capacidades, pero tampoco puede ser descalificada desde una mirada exclusivamente técnica o desde el cálculo político inmediato. Es una señal –confusa, sí, pero legítima– de que los territorios exigen un lugar en la mesa fiscal. Y eso, nos guste o no, obliga a mirar directamente al Impuesto a la Renta.

 

desco Opina – Regional / 6 de junio de 2025