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¿La guerra del fin del mundo?

 

43 muertos y más de 600 heridos son hasta hoy el dramático resultado de una explosión social que se inició con distintas movilizaciones en el territorio nacional, detonada por el pobre intento de golpe de Estado del desesperado Pedro Castillo, triste imitación del que diera Alberto Fujimori, treinta años atrás, mostrando el total deterioro de la democracia y el vaciamiento de su contenido, así como su subordinación al patrimonialismo y el clientelismo de nuestra política, a los que no fue ajeno el exmandatario. Las desigualdades y exclusiones y la ampliación de la corrupción, de data tan larga como nuestra historia republicana, acabaron por desnudar el régimen político, multiplicando los grandes malestares de nuestra sociedad.

Si ese fue el primer factor, Dina Boluarte y su gestión, precipitaron la situación. Obviando que legalidad –que la tenía– y legitimidad, no son la misma cosa, su juramentación alimentó la explosión social que se inició el 7 de diciembre pasado, porque desconociendo el carácter de transición de su gobierno y el deseo abrumador de la ciudadanía para que el Congreso también se vaya, se dirigió al parlamento y a la opinión pública limeña, a lo que sumó un primer gabinete «tecnocrático», de perfil bajo y liderado por un premier timorato y autoritario, ignorando los distintos malestares y demandas de la sociedad que la situación avivaba.

Las movilizaciones de diciembre se multiplicaron por el país deviniendo en las más fuertes de los últimos veinte años. Masivas en muchas regiones, especialmente en el sur y el centro, fueron convocadas por distintas y variadas organizaciones, comunidades, gremios, activismos y otras formas de articulación local, sin mayor coordinación entre ellas y con diversas demandas, predominando la exigencia de la renuncia de Boluarte y los congresistas, el adelanto de elecciones para este año y un camino para consultar una Asamblea Constituyente. Sorprendidos por la fuerza de las movilizaciones, en algunas de las cuales se produjeron innegables y condenables actos de violencia y vandalismo que deben ser investigados y sancionados, desde el Ejecutivo y parte importante de la clase política, se recurrió al estado de emergencia, la represión violenta de la policía y las FF.AA., así como la descalificación «primariosa» y el terruqueo de aquellas. 

La designación de Alberto Otárola como premier y la incorporación rápida de un discurso «guerrerista» en el Ejecutivo, mostraron con claridad antes del fin de año, el carácter de un gobierno crecientemente compartido por la señora Boluarte, la más precaria de los tres, el Congreso de la República y las FF.AA., más preocupados por una determinada opinión pública limeña que por entender los hondos y mortales desencuentros que nos caracterizan, a decir del recordado Carlos Iván Degregori, que una vez más, se sentían con nitidez.

Tras la tregua de fin de año, las protestas, como era previsible, se reiniciaron con fuerza e intensidad crecientes. Si Apurímac y Ayacucho fueron focos especiales el mes anterior, Puno fue el epicentro de las movilizaciones y de la descontrolada represión desde la primera semana del año. Como en diciembre, Boluarte respondió violentamente; a las muertes que se sucedieron el Congreso de la República y buena parte de los medios de comunicación lo hicieron aplaudiendo y sumándose a una narración en la que la protesta es responsabilidad exclusiva de Pedro Castillo y resultado de la acción de terroristas, senderistas, vándalos, mineros ilegales, narcotraficantes y azuzadores profesionales, contribuyendo de esta manera a la instalación de la barbarie en el país. 17 muertos en un día y un policía calcinado son parte del desprecio por la vida humana y la banalización de la muerte que pretende instalarse.

En este camino, las posiciones en confrontación se van haciendo irreductibles y la posibilidad de diálogo se aleja. Un Ejecutivo distante de buena parte de la sociedad y sin empatía alguna con los movilizados, así como un Congreso indolente, con una mayoría interesada en su permanencia y su reproducción como lo acaban de evidenciar grosera e irresponsablemente blindando a un violador con el respaldo de las izquierdas conservadoras (votando en contra, absteniéndose o ausentándose de la sesión) y dando la confianza a un gabinete, horas después de la muertes que bajo su gestión se produjeran en Puno, alimentan los profundos malestares de la gente y contribuyen al discurso y la acción de los reducidos núcleos violentistas que actúan en la movilización. Resulta inaceptable que desde el Estado y la clase política no se entienda que el sur andino, Puno y Ayacucho en particular y por razones complementarias, son la evidencia indiscutible del naufragio de nuestra construcción de un Estado Nación.

A estas alturas, aunque dramático, es evidente que nuestra clase política, con contadas excepciones, es una vergüenza. Las demandas del interior del país exigiendo la renuncia de Boluarte, el adelanto de elecciones este año y la consulta sobre una posible convocatoria a Asamblea Constituyente, responden a la crisis de fondo del país y a la indisimulable ilegitimidad de sus autoridades y de sus representantes. Si realmente queremos construir y afirmar la unidad del Perú con acciones políticas y de gobierno, debemos superar nuestros miedos y estar dispuestos a escuchar para entender, no imaginando «asonadas» sobre Lima como aquellas con las que trató de asustarnos el Primer Ministro días atrás. Para defender la posibilidad de la democracia e impedir la fuerte tentación autoritaria que ya aparece, no podemos permitirnos más muertos.

 

desco Opina / 13 de enero de 2023

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